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Los corazones divididos


CORAZONES

SEPARACIÓN

ADIÓS MUNDO



 


 En las tardes de Marián, los diablillos jugueteaban por el aire, haciendo bucles imposibles y regodeándose de su escandalosa libertad.

Marián los seguía con la mirada mientras su mente se había perdido buscando el porqué del olor del viento. En aquel lugar, entre la playa y el pueblo, la nariz agudizaba su ingenio descubriendo sutiles pinos de mar y el dulce chocolate que nadie entendía de dónde venía.

Y mientras, sus dedos al sur, a través de la ventana, señalaban un horizonte verdiblanco imposible, al lado opuesto mezclaba rojos y azules, rellenando de cruces y corazones el pecho.

Había plantado una semilla, cerca de la misma ventana, semilla que brotaría mientras ella estuviera en la parte verde de su pecho. Así, permanecería viva en la roja durante su ausencia.

Era difícil marchar, tanto como regresar. Los corazones divididos bailan a compás de un piano desorientado en disfonías que, Marián, sabía afinar y entonar, de la única manera que hacía soportable la melodía.

Así, aceleraba los momentos pálidos y eternizaba los lúcidos. Pero tuvo que elegir. Cualquier decisión debía llevarse adelante, sin miedo a equivocarse, sin temblores en la mano, sin balbuceos ni comecocos.

Y aunque la semilla que había plantado empezaba a brotar, al sur, donde sus raíces eran fuertes y sus jardineros procuraban calidez y luz, la sostuvieron fuerte, para que no decayera en su elección.

Y mientras bailaba y bailaba, lloraba su roja sangre, lloraban sus venas azules, sus besos de chocolate, su piel salada.

 

Marián se asoma a otra ventana. Sin pinares ni mares, sin chocolate ni diablillos de aire.

Marián dibuja horizontes suaves sobre campos de sol y olor a naranjos y olivos.

Marián mantiene ambas manos unidas, mientras sus raíces miran al norte y en el norte, una flor se asoma al sur desde su ventana.

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